La miré de abajo arriba. Tiritaba de frío. Sus ojos miraban al vacío, extendiendo mis manos la atraje a mí. Eras las once menos cuarto, el reloj avanzaba aceleradamente, en el coche salí a comprar algunos regalos que faltaban para los sobrinos, algunos buenos vecinos y amigos. El tráfico era infernal. Todos deseaban regresar a casa para el abrazo de noche buena. Yo, como siempre, solo quería que pase las horas.
Tomo la calle
sin fin. Luces multicolores adornaban más que nunca la oscuridad de la noche.
En cada casa, en cada rincón una bombarda, un villancico recordaba a cada ser
humano que en pocas horas el “niño Jesús” volvería a nacer. Un nacimiento que
se repite por más de dos mil años. Un nacimiento que cada vez se hace más rimbombante
con la compra de regalos.
No recuerdo la última navidad de
mi vida en familia. Quizá aquellos años 70 donde mi madre recreaba grandes
nacimientos en la casa con todos los guarangos que podamos cortar y las piezas
que simulan el pesebre que traíamos de todos lados. En casa no faltaba el
chocolate, el pavo, los regalos, las sonrisas y las travesuras también.
De allí, se impuso mi soledad y
los 24 por la noche solo fumaba un cigarro negro. Cada bocanada lo hacía tan
profundo para que entre en todos mis pulmones y solo vomite silbidos y mis ojos
no expulsen lágrimas. Un largo sorbo de champagne me aturdía y así poder ir a
la cama. No había regalos, tampoco llamadas, el eco de mi voz en el fondo del
alma respondía a mis dicotomías: Creer u olvidar.
Recordaba mi infancia. Mi padre
(como si no me diera cuenta, me hacía el dormido), entraba a mi cuarto pintado
de verde y lleno de afiches de artistas ya olvidados y mujeres sin rostro,
mujeres que llegan a tu vida en la pubertad y se esfuman con la cruda realidad,
dejaba en mi raído zapato mi regalo. Cuando salía, curioseaba el obsequio, abría
con prudencia el envoltorio y casi siempre repetía: eran docenas de bolitas de
cristal y uno de acero, camisa de franela y un pantalón de lino, algunas veces
zapatos “Hércules” con punta de hierro y una vez un trompo dorado, el mismo que
se rompió al querer “doquear” a un sopero en la escuela cerca de mi casa. Ah,
pero quizá el mejor regalo que tuve en mi vida haya sido hacer mis largas colas
en el estadio para recibir regalos del gobierno militar de Velazco, que además
de show de títeres traía en aviones grandes cajas de regalos.
Recuerdo a un oficial grande para mi edad,
vestido de verde y a su costado dos cachacos con fusiles. ¡Gordito, escoge!, me
dijo. Con el entusiasmo propio de la edad, sin pensarlo dos veces, me hice del
que estaba más cerca de mí. Cogí un venado de plástico y que se inflaba hasta
doblar mi tamaño. Era marrón con manchas rojas, tenía unos enormes ojos, una
cola bien pequeña y unas astas bien grandes, que cuando pasaba entre cientos de
niños, escuchaba que decían ¡lechero, lechero! Tengo mucho recuerdo de este
animal de plástico. Al día siguiente de navidad salí a la calle a jugar con mi
venado, un primo por pura envidia, se abalanzó sobre mi apreciado juguete y lo
partió con un cuchillo afilado en mil pedazos. No saben cuánto lloré, hasta
quedarme sin lágrimas solo suspiros de melancolía brotaban de mi pecho. Cada
vez que lo recuerdo me caen lágrimas de impotencia, de frustración y eso que ya estoy viejo. Desde esos lejanos días ya
no me gustó la navidad, hasta que…
En esa calle sin fin, solitaria y
fría, escucho gritos y muchas expresiones de asombro y hasta lágrimas de
angustia. Doña Justina, jadeante y lo que le falta respirar viene a mí (era
amiga desde la infancia). ¡Gustavo, Gustavo, Gustavo! ¡Santo Dios! ¡Una
verdadera tragedia!¡Es el fin, es el fin! ¡Santa María Purísima! ¿Qué paso,
Justina? ¿Qué paso, mujer? ¡Cálmate! ¡El
trineo de Papá Noel cayó del cielo, Gustavito! ¡Queeeeeeééééé! ¡Esas son
cojudeces!¡No joda! Quitándome su cuerpo del mío quise seguir mi camino,
apresurándome sobre mis pasos que dejaban sus huellas en la nieve. ¡Es verdad, Gustavo,
¡es verdad!¡Ve con tus propios ojos! ¡Te lo suplico, Gustavo!
Haciendo caso omiso a las
palabras desesperadas de Justina, traté de alejarme del grupo que rodeaba la
zona de curiosidad. En medio de la oscuridad y las estrellas, veo aparecer
centellas en el firmamento y se escuchaba cada vez más cerca el sonido de una
campana que acompañaba el viaje de un trineo; pero algo llamó mi atención. Una luz
palpitante mi inducía que vaya hacia ella. Cruzamos calles y el río. Mis
zapatos húmedos se movían al impulso de mi cuerpo, mi pantalón era más pesado
por la humidad, no sé en qué momento perdí la bufanda y la casaca para el frío.
La luz dejó de brillar y cayó en una acequia medio vacía. En ella, vi moverse
una figura pequeña que tiritaba de frío. Era pequeño, muy pequeño diría yo. Su
hocico buscaba algo de comer, siento que confunde mi dedo con una teta,
succiona fuerte pese a tu pequeño tamaño.
Saco mi chompa, me quedo medio
desnudo, corrí al coche, quito la nieve, entro en ella y prendo la calefacción
y las luces, con mi pañuelo medio seco, limpio poco a poco el cuerpo de aquel
animalito. Cada vez que liberaba su cuerpo de la suciedad, notaba pequeñas
manchas. Su piel era suave, sus orejas alargadas y su mirada llena de
esperanza. Nos miramos por breves segundos. Intentaba pararse en el asiento
trasero del coche y berreaba por el hambre, yo; sentía como unas gruesas y
cálidas lágrimas de emoción bajaban por mis mejillas.
Por esas coincidencias de la
vida, el que fuera un juguete de infancia, en mi vejez, tenía en manos un
venado de verdad.
Después de muchos, muchos años, la navidad volvía en mí.